Me dicen por ahí que Pep Guardiola, al inicio de este nuevo campeonato, ya no sabía cómo motivar a una platilla que lo había ganado todo a nivel clubes. El técnico culé se veía en un barco a la deriva, con poco combustible para llegar a tierra firme, con las ideas difusas y sin recetas nuevas que abrieran el apetito a los Xavi, Iniesta, Messi y compañía. Y fue ahí, en el Real Madrid, en el eterno rival, en donde el técnico culé encontró la respuesta a todos sus miedos.
La llegada de Mourinho al Real Madrid suponía un nuevo reto para el Barça. Su aterrizaje en Valdebebas suponía la oportunidad de una revancha deportiva después de la amarga eliminación del conjunto culé en Champions ante el Inter de Milan que dirigía el técnico portugués. No sólo fue el adiós a la competencia más anhelada y prestigiosa del viejo continente, sino las circunstancias en las que los de Guardiola se despidieron de la competición, el perder la oportunidad de coronarse en casa de su acérrimo enemigo quizás nunca más se volvería a presentar en sus vidas.
Así, con las heridas aún abiertas, el Barça recibió la llegada de Mourinho a la Liga española como un psiquiatra para contrarrestar la depresión. Sólo llegar, The Special One, sacó su libro de cabecera, lo abrió en el primer capítulo y comenzó su provocación. “Nunca entrenaré al Barça, nunca me perdonarán el haberles quitado la oportunidad de ganar la Champions en el Bernabéu”.
Mientras, en Can Barça, guardaban silencio. Atentos observaban al nuevo galáctico de la Liga. Mourinho acaparó la atención de propios y extraños. En pocos días ya no se hablaba de la plantilla blanca, ni de los títulos del Barça, ni de la despedida de Pellegrini. Los diarios deportivos españoles seguían a sol y sombra todo lo que hacía Mourinho. El madridismo recuperaba confianza y esperanza. Todo en el Santiago Bernabéu era alegría y felicidad.
Comenzó la Liga y el Madrid daba buenas sensaciones. Mourinho se fue haciendo fuerte hasta meterse en el bolsillo a Florentino, algo que no había ocurrido en otras ocasiones. Al portugués se le contrató para acelerar el fin del ciclo azulgrana, algo, que al principio, y con argumentos futbolísticos, parecía factible.
Mourinho no quitó el dedo del renglón. Continuó con su estrategia de provocar a Guardiola, a Messi, a Xavi, a Iniesta, a Piqué, a Villa, al que criticó por no marcar goles a pesar de que meses atrás, en el Mundial de Sudáfrica, había demostrado ser uno de los killers más contundentes del planeta tierra. Se metió con otros clubes españoles, despreció a algunos técnicos, incluso, se puso la soga al cuello al asegurar que, en el Clásico, no habría goleada.
Y se ahorcó. Llegó al camp Nou con su soberbia por delante y su estilo provocador por detrás. Salió al campo primero que su plantilla intentando restar presión a sus pupilos. Se le veía tranquilo, aunque no lo estaba, ante sí tenía al mejor Barça de la historia. Y así fue. Quizás en ningún clásico hubo tanta superioridad culé como en esta última batalla. 5-0 y para casa con la cabeza gacha.
El estilo Mourinho motiva al Barça. Guardiola no tuvo que recurrir a los vídeos, ni a las charlas motivacionales antes de cada encuentro. Las palabras de Mourinho para los jugadores culés son como dieses en la licenciatura, como playas paradisíacas, como vacaciones después de ganarlo todo.
Mourinho es un técnico ambicioso, ganador sin duda, así lo dicen sus números y sus interminables elogios por parte de sus jugadores. El portugués es fiel a sus ideas, siempre tiene un As bajo la manga, un antídoto contra la depresión, una estrategia contra la mesura, pero ante sí tiene a un Barça que no se cansa, que está en proceso de maduración, no se vislumbra un fin de ciclo, ni un final amargo. Mourinho tiene que ser paciente y aprender, que la Liga no es la Premier ni tampoco el Calcio.
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